¿PORQUÉ
LLORAS ABUELA?
Estaba
oscureciendo. La niebla no dejaba ver el sol hacía ya bastante tiempo. Dionisio
arreó la oveja y la cabra - por hoxe xa comestes
abondo - y se marcharon hacia la casa.
El
Nisio no olvidaría en su vida aquel seis de enero de 1955, y no por los Reyes.
A la aldea no llegaban los Reyes; apenas tuvo unos, un año que durmió en la
tienda que sus padres regenteaban en la carretera. A la mañana halló en los
zapatos un paquetito de galletas obleas; fueron los únicos Reyes que tuvo en Galicia.
Al
llegar al caserío, la abuela estaba llorando; la madre, callada, seria y muy
pálida; el padre, vestido con traje, lo abrazó muy fuerte, lo levantó hasta
apretujarse las mejillas y le dijo: "Nisio, el guardamontes ya no te
echará más multas por la cabra; nos vamos a Buenos Aires". El niño comenzó
un raro ritual de gritos y saltos con el que exteriorizaba su alegría; abrazó
muy fuerte a la abuela y preguntó "¿por qué lloras?". Doña Victoria,
quien ya había estado en la Argentina, donde se casara, articuló un choro
de contenta. La verdad era que ya sabía que no los vería
nunca más.
Esa
semana, el niño no paró de ir por las casas de los vecinos y contarles a todos
que marchaban para la Argentina. No conocía casi nada de ese país; sólo que de
allí venían, mandados por los parientes, arroz - ¡que bien sabía el que hacía
la madre con leche de la cabra! -, latas de melocotones en almíbar; pelotas de
goma, ropa usada de los primos que para él eran prendas de la más alta costura,
y que en Buenos Aires, no había carreiros nin lama.
La
partida no fue pronto; aún pasaron unos meses hasta que una mañana de primavera
partieron hacia Vigo. Era la víspera del viaje.
Vigo,
ciudad de la que el chaval sólo conocía el puerto, de ir a despedir a los
parientes que viajaban a la Argentina y Brasil , lo acogió esta vez con más
tiempo. Lo llevaron al monte del Castro, paseó en tranvía, cenaron en un
restaurante -auténtico festín para el pequeño aldeanito-. Quedó totalmente
sorprendido de ver como lavaban, a la noche, las calles con potentes chorros de
agua que despedían unas mangueras gordas como jamás las hubiese podido
imaginar. Volvieron al hotel y, a dormir.
Los
movimientos portuarios y la ansiedad despertaron al Nisio antes de la salida
del sol. Ahora sí que la sorpresa fue más que mayúscula; en la muñeca izquierda
tenía puesto un reloj. Ningún niño de ocho años tenía reloj en la aldea; el tío
Rocho se lo había puesto mientras dormía. El gran día de “Fiesta”, comenzaba
como tal.
Después
de desayunar, hicieron un paseo a pie, almorzaron y al fin llegó la hora de
abordar. El muelle estaba atiborrado de gente. Casi todos lloraban; los
pañuelos blancos eran agitados frenéticamente en la tierra y en el barco. Nisio
se despidió cantando y, pese al temor que le inspiró la empinada y movediza
escalera que lo llevaría a la cubierta, después de unos primeros pasos
vacilantes retomó la canción de despedida sintiendo que su corazón cabalgaba a
tanta velocidad que parecía querer escaparse de aquel pequeño pecho.
Vigo
quedó atrás; las islas Cíes, también. Mucha gente en la cubierta no paraba de
vomitar y el pequeño, que también lanzó, empezó a darse cuenta de que aquello
de agua y cielo que le contara la abuela era cierto.
Canarias,
Río de Janeiro, Santos, Montevideo, fueron las escalas del "Monte
Udala". En cada una de ellas el chaval iba descubriendo un mundo nuevo y,
en el décimoséptimo día, la Dársena Norte del puerto de Buenos Aires.
La
madre no salió del camarote en todo el viaje; apenas dejaron la tierra gallega
empezó a vomitar y así pasó los diecisiete días. El niño se sintió siempre
bien; comió de todo, hasta las milanesas que no conocía, a las que les quitaba
el rebozo. Los bailes nocturnos, lo tenían de curioso concurrente; la fiesta
del cruce del Ecuador le resultó inolvidable. Los ojos del chiquillo no cabían
en sus órbitas cuando, con José María -un compañerito de viaje de La Estrada-,
vieron saltar los peces voladores delante de la proa, y también a las toninas,
ya cerca de Montevideo.
Desde
la cubierta, en la primera ojeada porteña, se sintió un poco decepcionado; no
veía nada tan bonito como lo que dejara al salir de Vigo.
La
abuela, los tíos, y dos primos esperaban en el muelle. Todos se rieron mucho
porque el funcionario aduanero que les revisó el equipaje tomó del mismo una
botella -todas venían con el pico lacrado- con etiqueta de cognac, que en
realidad estaba llena de aguardiente.
Abandonaron
el puerto en tres vehículos, pues había maletas, un baúl, una máquina de coser
nueva para venderla y comprar luego una usada.
A
entrar por la avenida Leandro N. Alem y calles siguientes hasta llegar al
destino en Caballito, vieron muchos automóviles. Al niño le llamaron la
atención los de la policía; los de los muertos - negros los de los mayores,
blancos los de los “angelitos” - y el de “Geniol”, con aquel muñeco que tenía
la cabeza colmada de flagelos.
No
hubo tiempo para nada. El día siguiente a la tarde ya empezó a concurrir a la
escuela (la tía lo había inscripto con antelación). Los compañeros lo
bombardearon con preguntas; él se sintió desnudo ante tanta requisitoria, pero
todo pasó y al cabo de unos meses era uno más en el colegio.
Cursaba
con toda normalidad el cuarto grado y por fin, aquel 23 de septiembre de 1956,
tendría una fiesta de cumpleaños como las de los otros pibes. Se acostó el 22
casi con tanta ansiedad como la noche anterior al viaje. Muy temprano ya estaba
despierto, pero esta vez no por la ansiedad de la celebración, sino por la
altísima fiebre que lo atacó. Los padres se desesperaron; el médico que lo revisó
de pies a cabeza, no pudo ocultar su decepción y tartamudeó para decirle a los
padres que lo mejor sería llamar a la asistencia pública y llevarlo al hospital
Muñiz. Los análisis no dejaron duda: la temible poliomielitis se había
instalado en el cuerpo de Nisio.
Después
de días y noches sin descanso, la mejoría por fin se hizo notar; el dictamen,
también. La columna vertebral había sido severamente atacada. El pibe no
volvería a caminar; sólo lo haría en una silla de ruedas. El brazo derecho y la
mano del mismo quedarían bastante afectados; el izquierdo tendría secuelas
leves. Todo irreversible.
Dionisio
completó la primaria y la secundaria.Para los compañeros era uno más; por eso,
el día de la graduación le hicieron una broma pesada como a todos. Lo bajaron
de la silla y lo dejaron, después de la “manteada” , maltrecho en el césped del
parque frente al colegio. Un preceptor, bastante disgustado, lo rescató. Estaba
muy feliz; no quería sentirse diferente.
Era
muy mujeriego; se puso de novio muchas veces. Al fin, una bellísima estudiante
de terapia ocupacional insistió en presentárselo a los padres. Él, que ya tenía
una agencia de Prode y Quiniela, la fue a buscar con su automóvil a la salida
del instituto en la calle Ramsay. De allí, a la casa de los futuros suegros. Al
llegar, Nora bajó y él se quedó en el vehículo. Los padres felices lo invitaron
a bajar e ingresar a la casa. Al entrar los padres, ella bajó la silla de
ruedas del baúl, lo ayudó a sentarse y entraron. La madre de Nora lo besó
maternalmente; don Beto, aquel que fuera recio defensor del “Globo”, quedó como
si de repente lo atravesase una ráfaga de frío polar. No atinó a saludarlo de
ningún modo. Los ojos abiertísimos y brillantes como un mejillón, por una
comisura de la boca se deslizaba una minúscula gota de baba, las mejillas
blancas como el granizo, aquel hombre parecía un cadáver. Esa visión de quien
sería su suegro se incrustó en el gallego para el resto de su vida.
Dionisio
y Nora se casaron: La ceremonia religiosa y la fiesta fueron inolvidables.
Tuvieron dos hijos, Fernando y Alejandra. Don Beto fue un suegro y abuelo muy
feliz. Murió dejando una familia que lo llenaba de orgullo.
El
gallego siguió siendo muy mujeriego. Nora, un buen día, pese al tremendo amor
que sentía por el, dejó de tolerarlo y le pidió la separación.
Los
niños quedaron con la madre. Nisio cumplió eternamente con su obligación
económica hacia los tres, dedicó su vida a los hijos, no volvió a formar
pareja..
Ramón Suárez "O Muxo"
No hay comentarios:
Publicar un comentario